Homilía
de la Misa de
Apertura - III Congreso Catequístico Nacional
Misa presidida por el Cardenal Jorge M. Bergoglio, Arzobispo de Buenos
Aires -Predicación a cargo de Mons. Eduardo García, Obispo Auxiliar de Buenos
Aires
1 Corintios 1,3-9:
“Llegue a ustedes la gracia y la paz que proceden
de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
No dejo de dar gracias a Dios por ustedes, por la gracia que Él les ha concedido en Cristo Jesús. En efecto, ustedes han sido colmados en Él con toda clase de riquezas, las de la palabra y las del conocimiento, en la medida que el testimonio de Cristo se arraigó en ustedes. Por eso, mientras esperanla
Revelación de nuestro Señor Jesucristo, no les falta ningún
don de la gracia. Él los mantendrá firmes hasta el fin, para que sean
irreprochables en el día de la
Venida de nuestro Señor Jesucristo. Porque Dios es fiel,
y Él los llamó a vivir en comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor”.
No dejo de dar gracias a Dios por ustedes, por la gracia que Él les ha concedido en Cristo Jesús. En efecto, ustedes han sido colmados en Él con toda clase de riquezas, las de la palabra y las del conocimiento, en la medida que el testimonio de Cristo se arraigó en ustedes. Por eso, mientras esperan
Mt 11,25-30:
“En aquel tiempo, exclamó Jesús:
‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera’”.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera’”.
Nos unimos al apóstol, nos unimos a Jesús en la
alabanza al Padre, en la acción de gracias. Damos gracias a Dios por ustedes, y
nos unimos en comunión para fijar la mirada en Jesús, el maestro del reino, el
pedagogo enviado por el Padre, el catequista de sus compatriotas y de todo el
pueblo de Dios. Vinimos a mirarlo para volver a aprender de Él, para hacernos
humildemente discípulos en esta hora tan llena de incertidumbres y de aparentes
fracasos en la que aquello que amamos también muchas veces nos duele. Como
catequistas sentimos el cansancio de ver tantas y tantas veces que el resultado
a los esfuerzos tienen gusto a poco y nos dejan un sabor estéril. Por eso,
queremos volver nuestra mirada hacia el Señor de la historia y a su palabra,
para dejarnos catequizar por Él.
Y así lo vemos en el evangelio. Jesús viene de
fracasar en una serie de ciudades de Galilea, su patria. A pesar de haber
realizado numerosos milagros y signos, no ha hecho brotar ni la conversión ni
la fe. Sin embargo, vacío de todo derrotismo o pesimismo, prorrumpe
“paradójicamente” en una alabanza llena de gozo: “Te doy gracias, Padre, porque
estas cosas se las has revelado a la gente sencilla”. Oración llena de
sentimiento, llena de confianza. Jesús alaba al Padre, su Padre, porque su
sabiduría es verdadera, y no como la falsa inteligencia humana, que desprecia
“a los que saben menos”. Alaba porque el Padre se revela sólo a la gente
sencilla, a los que no tienen vuelta, a los de corazón amplio, a los abiertos,
a los que no están complicados con las cosas ni tienen ganas de complicarlas, a
los limpios de corazón, los pobres, los que buscan sin bajar los brazos, los
serviciales… sólo esos pueden recibir el Reino.
Se revela a aquellos que se animan a entender la
vida y la historia como un andar con Dios a lo largo del cual se dejan educar.
Un camino que empieza desde la aceptación de lo que son, a lo que desde siempre
fueron llamados a ser, con la certeza grande de que, pase lo que pase, Dios
siempre estará de su lado.
Nosotros también lo alabamos y le pedimos para
nosotros en este congreso un corazón sencillo para que se nos manifieste, se
nos revele.
Y lo escuchamos diciéndonos: “Carguen con mi yugo”.
Esta imagen se aplicaba a la ley judía y sabemos que era insoportable, con sus
600 y pico de preceptos, que nadie podía cumplir, y apenas saber. Más
insoportable resultaba por el rigor de su interpretación que lo único que
conseguía era atormentar las conciencias y dominar sobre los que se sentían
culpables. Jesús se compadece de los que soportaban este yugo deshumanizador.
Por eso dice: “Vengan a mí”. Jesús quiere ser un alivio para todos estos.
Está convencido que la ley es para el hombre y no a al revés.
Yo les quito ese yugo que los fatiga.
Yo pongo sobre sus hombros otro yugo que los
libera.
Yo les quito esa carga que los oprime.
Yo pongo sobre sus espaldas una carga que los
fortalece.
Mi yugo y mi carga nueva, viva, liviana, es una
sola: el amor. Alivio que a su vez es yugo, sólo que mucho más ligero, porque
es el yugo único del amor. Y es un “yugo suave” porque el mismo Jesús lo lleva
como ningún otro y lo hace con nosotros.
El yugo del amor es el peso menos pesado. Es peso,
porque nos fuerza, porque pone sobre nosotros los pesos de los otros, porque
nos responsabiliza y compromete y, a veces, como a San Ignacio de Antioquía,
nos tritura. Pero es el peso más ligero, porque nos regala una energía inmensa,
porque es lo único que la muerte no puede matar, porque nos hace plenos y saca
de nosotros lo mejor de nosotros mismos. El que ama es capaz de trascenderse
desde sus propios límites.
San Agustín en sus Confesiones decía: “Nada tan
pesado como el amor, pero nada tan ligero como el amor. Mi amor es mi peso,
pero es también mi estímulo, mi alimento, mi gozo, mi fiesta, mi perfume y mi
fuerza. Luz, voz, fragancia, alimento y deleite de mi hombre interior”.
Hoy, igual que ayer y que siempre, Jesús nos llama
a cargar su yugo. Qué hermoso poder jugar con las palabras y decirnos que
cargar su yugo es dejarse subyugar por él y su evangelio de gracia. El
catequista es un subyugado por Jesús porque cuando el yugo es el amor, el único
que puede cargarlo es el enamorado. No
es cuestión de cargar con nada, sino de hacerse cargo del amor de Dios para
realizarlo en y con los hermanos, con todos los hombres. Para el que ama todas
las obligaciones están de más y si falta el amor, todas las leyes son escasas.
Que estas palabras de Jesús nos marquen un camino
en estos días y en nuestra misión como catequistas. Y digo en estos días porque
si vinimos a buscar el método, la estrategia o la fórmula salvadora para
nuestra acción, nos volveremos frustrados para nuestra misión como catequistas.
Porque nos habremos llenado la cabeza de ideas y no el corazón del amor de Dios
que es el único que nos da el tono justo para realizar desde la fecundidad
nuestro ser catequistas. Tenemos que ser no solamente eficaces sino sobre todo
fecundos. Y la fecundidad está marcada por el ritmo oscilante de muerte y vida,
de entrega y resurrección, de apertura y revelación. Y para aceptar esto
tenemos que tener la sencillez de aquellos que sienten que “les falta algo”,
que están necesitados de algo más… y eso que falta es Jesús.
Una primera palabra: Alabar, dar gracias. Sólo el
agradecido no se hace dueño, vive el gozo de haber sido regalado y regala. Sólo
el agradecido valora rectamente sin vivir la amargura de lo que no se dio o no
tiene, sino la alegría de lo recibido y por eso puede brindar sin imponer,
enseñar sin dominar, corregir sin aplastar ni humillar y, sobre todo, hace
crecer en los otros ese sano deseo de querer tener lo mismo. Sólo el agradecido
no se ensoberbece por lo que es ni por el lugar que ocupa y tiene la misma
mirada de ternura compasiva hacia los otros que Dios ha tenido con Él. Sólo el
agradecido vive con alegría, contagia, entusiasma, atrae y puede dar razón de
su esperanza. Catequizar no es dar respuestas prefabricadas sino, por la propia
vida, clavar en el corazón una pregunta, aquella que Paulo VI decía como
primer paso del anuncio: “Qué tienen estos que viven así y son felices”.
Alabemos y demos gracias por nuestra vocación, por
los que se acercan y buscan, por la religiosidad de nuestro pueblo que lo
entronca en la historia sagrada del pueblo de Dios, por la sencillez de
nuestros chicos y pobres, por el esfuerzo silencioso de tantos cristianos que
catequizan con la palabra y por los que lo hacen con el silencio cargado de
obras.
Una segunda palabra: Conocer. Para Jesús, Dios no
es solamente "el Padre de Israel, el Padre de los hombres", sino
"mi Padre". "Suyo" en sentido totalmente literal. Se atreve
a llamarlo con el apelativo más íntimo y cercano con que jamás hombre alguno se
hubiera atrevido a dirigirse a Dios: Abba, papito, y lo hace porque sólo Él lo
conoce como Padre, y se sabe de ese mismo modo conocido. Por un lado Jesús nos
manifiesta que Dios es origen primero y trascendente de todo y que es al mismo
tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos (Catecismo de la Iglesia Católica ,
239).
Conozcamos desde la sabiduría que da la cercanía
del amor. Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y tuviera toda la
sabiduría, decía Pablo, sino no tengo amor no me sirve para nada. Conozcamos no
por información sino por encuentro. Conozcamos no por sabiduría erudita sino
por la apropiación que da el amor. Conozcamos no por acumulación de datos sino
por el encuentro y la confianza que nos permite entrar en el corazón de Dios
para así querer saber más y más del Padre revelado en Jesús.
Conozcamos la vida de nuestros catecúmenos para
poder hacer de cada historia una historia de salvación. El catequista nos
enseña cosas que ayudan a entrar en esa comunión que hace descubrir lo sagrado
de la propia vida en la que Dios habita. Conozcamos desde el amor que se adapta
a las posibilidades reales, que no nos destruye ni anula sino que nos hace más
plenamente humanos, más felices. Conozcamos como Dios, que tiene paciencia con
nuestras limitaciones, que nos dice: la vida que te regalo no es ajena a la
tuya, te encaja perfectamente, encaja con lo que necesitás y te hace falta para
ser pleno, para ser feliz.
Una tercera palabra: Recibir. El catequista no es
un regulador de la fe, sino facilitador de la fe, que no pide ni exige antes de
dar y que, cuando lo hace, tiene en cuenta lo que el otro puede dar desde su
realidad concreta y no desde planificaciones abstractas basadas en caprichismos
o ideologías pastorales dogmatizadas de moda.
Recibamos a todos con alegría y que se note.
Recibamos sin pedir el ADN de la fe que tienen y sin querer garantizar de antemano
el resultado y la perseverancia. Recibamos para que Dios obre.
Una cuarta palabra: Aliviar. El amor alivia, el
amor no se enseña desde un discurso racional ni se impone desde un imperativo;
se vive y se trasmite. Si la fe, al decir del Papa Benedicto se da por
atracción, por seducción: hacer discípulos de evangelio es algo muy sencillo,
tan sencillo como amar. Y por eso es sólo para gente sencilla, para los que se
enamoran y no trafican con los sentimientos.
Aliviemos permitiendo que Dios nos alivie primero
con su amor y que se derrame en la vida de nuestros hermanos. Aliviemos no
abarrotando la mente de conceptos sino el corazón de evangelio gustado. Ser
catequista es saber que los contenidos no son sólo un temario a dar sino
fundamentalmente están dados por la experiencia de una comunidad que, desde sus
miembros, se hace padre, madre, hermana, hermano, abuela… de aquellos que se
acercan amándolos y ayudándolos a descubrir sus propios talentos que serán una
riqueza para la Iglesia.
Es la
Iglesia , es la comunidad la que catequiza creando vínculos
sanos de pertenencia en la cual están por delante las personas y, cada año, con
cada uno que se acerca, es un volver a empezar para hacer en él nuevas todas
las cosas. Catequizar no es repetir fórmulas salvadoras que uniforman sino
tener el oído atento a los signos de los tiempos y a las necesidades de los que
Dios nos confía para que el encuentro con Jesús los ayude a recrear la mirada y
el corazón, y así poder discernir evangélica-mente cada día la vida.
Quiero terminar con las palabras de Don Bosco, el
gran catequista de los jóvenes: “Catequizar es amar a cada uno y dejarse amar
para que así puedan amar al buen Dios”.
Morón, 25 de Mayo de 2012
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